Cerros, carretera, montañas
hermosas. Las ganas de llegar a ningún lugar. La mirada fija en la raya
amarilla. La mirada fija en la raya roja. Es tan popular esa inminente
necesidad de llegar lo más rápido posible. Lo más rápido posible. Lo más rápido
posible. Minúsculas geometrías de flores mudas deambulan al nadar. Acelerar. Paz
estoica de la infancia. Todos esos discursos abstractos sobre el amor. Pienso.
Acelero. Medito. Las rancherías preñadas de memorias y discusiones obsoletas.
Girar el aire hacia la izquierda, exhalarlo por la yugular. Entrar. Reír. Es tan necesaria la cero suficiencia. Obsoleta la
longevidad de la trayectoria aquella que jala nuestras neuronas al pensar. Esculpir
los silencios de los escapularios no te define en el momento exacto. Ves la
majestuosidad de las sirenas suicidas sobre el asfalto. Mientras nublas la
mirada en el siglo dieciséis. Quizá el siglo diecinueve no era tan romántico. Quizá
la conjetura aquella en la que gastaste tantos años nada explica ya. Yo creía que
el jardín de peces eléctricos y las crucecitas de madera eran ascendentes
cuando habitábamos el uno arriba del otro. Y sí. Era todo imposibilidad. Rejilla.
Llanura. Develación. Pero las voces de los espejos triangulares humectaron la efervescencia
de mi boca en tus pies. Pensaba en los futuros pulcros de las manos. Nuestras.
Era un buen tiempo para ladrar. Luego, los planetas perdieron la dirección. La
luna era nueva. Y era, sobre todo, un buen argumento eso de encajar los múltiples
discursos en ese atardecer. Los corolarios de lechuzas muertas deletreaban mi trayecto
futuro con exactitud. En ese momento, ya lo sabía. Y era tan absoluta la lozanía
de la luz. Que preferí ser ciega algunos días. Entonces, posicionarme en esas
regiones metafísicas no constituía arrebato alguno. Las pupilas seguían sin
parpadear. Era la seguridad del cielo la que inundaba mi ombligo. Por eso, dormía
y callaba en la misma posición. Eran tan elocuentes los instantes. Son. Serán.
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