Wednesday, March 12, 2008

Mi síndrome pos-faustico se autoelimina. El pensamiento de la ausencia sobrevive en un desmayo de claveles blancos. El anciano con corbata de nubecillas cortas lanza oraciones con la disyuntiva “prohibición”. La virtud me cincela el ombligo, al mismo tiempo, que trituro mis demonios maternales. La dinastía excelsa de los niños autistas empieza a dilatarme la conciencia. No se enamoren de sí, no te enamores de mi, no te enamores de las aureolas de los faustos.

A madre siempre le duele la cabeza. Soy educada, repentinamente por algún programa televisivo que logra anestesiarme insuficientemente. Estoy en el relato que me persiguió insistentemente en el transcurso del colegio a la habitación. Iba recordando lentamente una a una las escenas de aquel momento que no existió. A madre siempre le duele la cabeza. Solía aparecer en cualquier instancia de concursos para llevar más diplomas a mi baúl de cartón. En la escena aparece aquel perro hambriento que gane en una rifa por haber rezado el padre nuestro con gran devoción.

No podría amarte porque eres la replica de mi padre. No podría amarte porque eres la replica de mi madre. En el exceso del tacto siempre revelamos nuestra verdadera muerte. La silueta que adquiere el espíritu tras la agonía del primer parto me recuerda la deuda del mundo. Hoy estoy en el asfalto más tenue de tus miedos, cultivando algún hechizo amarillo que logre disiparme en la reflexión mas transparente de tu infancia.

Mi síndrome post-fáustico ha muerto. Me quedo postergada en el instante más pequeño de los días, acariciando la sencillez de los pastos abandonados, depurando los símbolos que como rayos de una escena bíblica, trascienden el desapego de la correspondencia. Hay una unicidad dirigiéndome a una calma desconocida. Hay frente al abismo, mi rostro de madre.

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