Sunday, October 02, 2011

una chica bella con un chico muy bello. Què felicidad!

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I.



Lo que yo sé de razón clara (a los treinta) lo iniciè a los veintitrés. Antes de aventurarme en el aprendizaje de la institución filosófica, me topé con un profesor de artes taoístas y con un libro de Derrida. El libro del filósofo de la deconstrucciòn estaba totalmente rayado. Tenía muy pocas lecturas en aquel entonces. Era preciso memorizar algunos fragmentos y luego interpretarlos desde mi estructura cognoscitiva de ese momento. No obstante, ese ejercicio literario me sumergió en un recelo y desconfianza por la filosofía como absoluto. En mi mente divagaban aquellas sentencias sobre la imposibilidad de superar la dinastía del lenguaje y la imposibilidad de pensar sin la merced del mismo.



Además de las lecturas, acababa de finalizar mi enajenamiento con el arte como liberación. Ese era el concepto que me habían donado (los artistas), mismo que me refugiaba, en  la inocencia del joven buscando un muro donde detenerse, y saciarse de la huìda. Fue así, como gasté tres años de mi vida entre los oleos y los lienzos, percibiendo un gocé iniciático, que me sirvió de cortina psicoanalítica para mi necesidad de explicarme el mundo en ese momento. Aunado a la pintura estaba Eros. Así que era una combinación bastante apetecible para mi espíritu de aquella época.



Como mencionè al principio, llegué a la escuela de filosofía y al mismo tiempo asistía a las clases de ki gong para ser precisos. Esta práctica fue  la que me permitió no enajenarme en totalidad como servidumbre ante las grandes inteligencias que me mostraban mis profesores. Sin embargo, no castré su contemplación. Recuerdo exquisitamente las levitaciones que experimentaba durante el invierno del 2004 al salir, por ejemplo, de un seminario de Kant, con mi crítica de la razón pura de cincuenta pesos. Mi cerebro estaba completamente convencido de que la saturación cognoscitiva, provocaría una inmersión mitológica de mi conciencia universal. Me perdía totalmente entre los conceptos. Fascinada por ese pequeño fragmento donde el alemán describe la imposibilidad de explicar el noumeno.





Más tarde, ganaron los conceptos. También la filosofía. Fue tanto el nivel de disonancia metafísica en mi conciencia; que negué la posibilidad de quedarme en el silencio que postulaban los taoístas. Era una contradicción inaudita, para esa velocidad de exploración que subyacía en mi cuerpo, al mismo tiempo que, experimentaba mi vida campirana en las afueras de la ciudad: vivía en la perfección. Inclusive aceptaba, con cierto gozo, esa imposibilidad de dejar de pensar. Además no me causaba problemas. Mis amigos –hombres en su mayoría- pasaban por una catarsis discursiva semejante. Por cierto: algunos no volvieron.



Después, la vida, volvió a hacer de las suyas. Mi destino metafísico volvía a llamarme. Esta vez traía otras novedades. La vida fue muy sabia conmigo; al mostrarme los dos caminos desde el inicio de la búsqueda: el intelectual y el metafísico no intelectual. Sin embargo, un nihilismo no afirmativo y un escepticismo radical se apoderaron de mi espíritu al finalizar el 2006. Me sentía en el tope sin redención alguna. Wittgenstein y los juegos de lenguaje, Derrida y la diferencia, Foucault y sus palabras y las cosas. Entonces pensaba, nunca podré pensar por mí misma; sufría la voz de los otros, maldita lógica aristotélica, cuándo podré liberarme de ti. Yo que pretendía la verdad del infinito en pleno siglo XXI como si viviera en el XVI. Mi conciencia estaba saturada de lecturas: pensaba y detectaba conceptos ajenos. Sólo me quedaba contemplar el atardecer. Por eso, decidí registrar un diario del atardecer, beber chocolate, y no salir a la civilización por un mes.



Luego, gracias a que los malandros se robaron el cable de luz, tuve la bendición gratuita de vivir sin luz, y ese maravilloso robo, me permitió aprender a no sentir miedo. Así que al diablo con sus ejercicios gestalticos-orientales. Me quede sin luz, y sabía que si sentía miedo, estaba perdida. Por eso aprendí a ser feliz con las velas blancas. Con tres velas blancas para ser exactos y con el ruidillo de los grillos. Yo ya no quería salir de ese cerro. Tenía que liberarme de ese escepticismo y volver a reír. Y ¿por qué no? Volver a desear esa deliciosa verdad. Pero eso no fue nada fácil, pasaron dos años, mientras mi conciencia experimentaba el letargo con los pocos teóricos de la educación de la maestría. Un tal Vigotsky, era el rockstar de ese momento, del cual, por supuesto, no me enamoré.



Después de dos años de escepticismo, pasaron más días, y el azar me llevó a una nueva redención llamada David Bohm. ¡Oh qué bonito! Aprender conceptos nuevos. Los artículos de Ana Rioja, ¡qué belleza! Los experimentos de Schorondinguer y Heisenberg. ¡Oh, mis neuronas, respiraron otra vez!.





Dejar de leer filosofía por dos años me permitió “mirar” sin el filtro de las lecturas.





Me sumergí en la ciencia por destino vitalicio- institucional. Y no está del todo mal. Algún tiempo regresaré al inicio del círculo, otra vez.







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