Somos una civilización de esquemas mentales y de lenguaje. Nos movemos entre cuadraturas e ideologías que van impregnando, poco a poco, todo el cuerpo. Inventamos un ritmo. Nuestra sensibilidad íntima crea mundos materiales y sensibles, y pocas veces, damos entrada a lo imposible o milagroso. Si por ejemplo, pensamos que el concepto de lo masculino es cruel, tenemos una relación con lo masculino desde la crueldad, y por ende, seguimos cultivando más crueldad. Nosotros mismos somos los dibujantes siniestros de esa representación fenoménica; representación que tal por cual, ya la sabemos desde hace bastantes siglos. No hay ideología que sea más verdadera que otra, ni discurso que sea más claro que otro, o en su contrario: falso. Nuestras palabras crean nuestra identidad. Aquí, la cuestión radica –o radicaría, sería lo ideal-, en identificar la resonancia o frecuencia de esa corporalidad que estamos cincelando, así como prestar atenciòn a la mundanidad que estamos inventando en espacio y tiempo. Ritmo y no estructuras gramaticales. Energías, no lógicas.
Mi mundo se identifica con la belleza, como ideal. No obstante, estoy alerta, cuando los discursos trágicos de apoderan de mi psique; o cuando, por apariencia de la nada, me contamino en algún espacio infiltrado bajo esos recursos lingüísticos-sonoros decadentes. Esto es fácil de explicar: los de la geografía A, llamémosle el Café A, se identifican con cierto orden discursivo; todas sus palabras retumban en su cerebro, luego salen de la boca, tratan de comunicarse, discuten. Vibran. Y aquí la sorpresa: esa resonancia, o sonoridad, bordea la invisibilidad de los espacios. Entonces, es fácil detectar el phatos oculto de los lugares, las localidades infectadas de tragedia o comedia. Las localidades más allá del bien y del mal. Las localidades etéreas. En pocas palabras: los espacios decadentes cansan.
Crear espacios etéreos y luminiscentes presupone felicidad. Imagínese usted, querido lector, los espacios contaminados por ansiedad o estrés. Hecho: son similares a laberintos del inframundo. Luego, algún enunciado que denote ese terror. Nulo de narrar.
Imaginaré el café anti-B con sonoridades ultra-metafísicas y agnósticas. Un espacio poético, al modo de Bachelard. Una localidad donde todos sus habitantes, practican cierta ecología mental, y sólo pueden pronunciar palabras amorosas, palabras amorosas encarnadas en el cuerpo.
Un buen ejercicio, para tiempos revolucionarios, o para aquellos que aspiran a la revolución, sería pensar, pensar, pensar y afirmar. Mucha armonía y serenidad en el multiverso. No replicar la decadencia de los noticieros, y mucho menos de los sucesos inarmònicos de la sociedad.
pd. Los espacios no están vacios.
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