Hubo unos días extraños donde el miedo desapareció. No me importaba dormir en el cerro sin luz, en la nada; escuchando simplemente el oleaje a lo lejos, y el movimiento sonoro de los grillos. Si en un segundo, por ejemplo, la tentación del miedo trataba de invadirme, la eliminaba, respiraba y dibujaba otra escena mental: paz y armonía. Luego, esa vibración, con la que llenaba la casa de madera, me habitaba con una seguridad insospechada; que seguramente causaba dudas en el vecindario. Por eso, el día que escuché cómo quemaban un coche en el cañón, simplemente me levanté y observé las llamaradas desde la ventana. Después, a dormir con Fausto recién nacido, para dormir y dar clases al día siguiente. Esos días eran muy duros, pero no me pesaban. En ello radicó su pronta desaparición.
Otro evento similar, puede ser el día que le quemé la transmisión al topaz blanco. Aferrada –como pocas veces, ja- , le di al acelerador hasta el fondo, y nada que subía el carro la montañita. Hasta que tronó la primera y la segunda, entonces; se me ocurrió subir al revés, es decir, en pura reversa. Pero bueno, no podía llegar hasta la universidad en pura reversa, verdad; y sin embargo, asumí ese karma con entusiasmo. Aprendí a caminar como dos kilómetros a las once de la noche. Los primeros cinco minutos, caminaba y tenía miedo, buscaba a alguien atrás, y nada. A los ochos minutos, se me ocurrió platicar con las estrellas, luego ya ni me acordaba de la mentada soledad y la gente mala. Después, no recuerdo qué pasó, pero el día que aprendí a caminar sola por el cerro, desapareció ese karma y llegó otro carro.
Cuando uno no tiene miedo, cualquier tipo de miedo, las cosas son maravillosas. La estructura vital de los individuos está impregnada de enseñanzas secretas, a veces las alcanzamos a percibir, otras no. Otras, pensamos que el camino diferente, puede ser peor que el camino ya trazado; es cuestión de imaginar que todo siempre va a estar mejor.
Va estar mejor, va estar mejor, va estar mejor.
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