1. Vivo
platicando con la vela de las flamas rojas y un amuleto sufí en los pies. Desde
que aprendí ha leer las burbujas
invisibles de los otros. Ningún “Yo” me parece interesante. Todo es tan
descifrable y codificable al instante. Instante, instante. Las esferas del palacio
de trivialidades sensibles succionan los arrecifes de los oraculares incipientes
a. Sabor. Encuentro al paso, alguna irregularidad en las costillas, sobre todo,
cuando la estrafalaria signatura de los parquecillos al centro de un planeta
mudo. Pretende, seducirme otra vez… máscara. Claro: ningún orgullo es más
insignificante que otro. Ningún. Ninguno.
2. Respiro
la salida de varios no-laberintos. En alguno, juego la arrogancia de los
múltiples nombres en la pantalla, en ningún ningún; simulo la voracidad de las caídas
torrenciales. En otro, puedo fingir mucho glamour. Sabiduría, belleza. ¿Qué más?
Todo eso que llaman: el instantáneo mareo de los aplausos. Va. Inmortalidad en
una caja de corn flakes. Uno dos tres. Entonces, cero no sé, quién soy. Resulta
nulo. Obtuso de narrar. Luego, tres menos uno, dos: vago en el Monte Shasta y
comulgo con la simplicidad. Simplicidad mortal. Sí. Entonces, entonces,
entonces. Gano. Sí. Desaparecí. Algo ajeno a mí, ha mutilado mis nombres. Una
redención cirenaica entumece mis tiempos. Al tiempo: “me vestí sin ruido, me
dije adiós en el espejo, bajé, escudriñe la calle tranquila y salí”
3.
Salí.
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