Tuesday, September 10, 2013

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El tiempo de primaria de Fausto, me hace girar a mi infancia en automático. La calle Urrea, y el Colegio González y Valencia, el uniforme de la estrella, los inviernos de doble maya de estambre; y esa casa grande donde viví desde el primer año hasta el quinto. La habitación tipo oficina que se convirtió en mi club de “niñas” con un anuncio a la entrada que decía: “Prohibida la entrada a niños y niñas menores de diez años”. Tambièn, recuerdo, esas visitas de gente rara que venía de la sierra, las bolsas de papel llenas de billetes, la angustia de padre frente a la ventanita de la puerta de entrada. Luego, las películas de terror, y mis horas eternas enfrente del televisor, pues mi madre siempre fue una mujer “sin muchas reglas”, ello quizá  producto de su encierro con las mojas durante toda su infancia y parte de la adolescencia. Mi hermana y yo, éramos libres de jugar por todas partes, poner las cosas de cabeza, e invitar a todas las niñas de la escuela. Mi madre nos consentía a todos, y nunca nos regañaba. En fin, mis primeros cinco años de primaria, fueron unos años muy bonitos y casi perfectos. Fui una niña afortunada. En cambio, el kínder fue muy extraño, escéptico, y frio, transitar de una ciudad a otra, no me fomentó la habilidad para socializar. Lo mismo sucedió en mi último año de secundaria, sin embargo, mi felicidad estudiantil regresó hasta el segundo año de prepa, donde surgieron mis primeros brotes de pseudo-rebeldìa y mis primeras visitas a la dirección de la escuela. Era nerda, pero me gustaba que mi amigo “El Nepo”, de casi dos metros de estatura, fuera por nosotras a la puerta del CBTIS 89 en su cuatri-moto y su look súper ultra punk. No obstante, creo que mis días más felices en cuestiones estudiantiles resucitaron otra vez, en mi maravillosa estancia en Humanidades Tijuana. Sí, esa cosa llamada filosofía. 

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