La primera vez que me encontré con Nietzsche,
fue por allá en el noventa y siete en la biblioteca del ITESO. Los estantes de
metal jalaron mis piernas a la cuadratura exacta donde respiraba inerte El
Anticristo. Lo agarré como un destino innato que cierta idiosincrasia estoica
en algún siglo desconocido había trazado para mí. Leí todo el libro esa tarde, y
ese instante supremo me ayudó a resolver mi ausencia de Padres Nuestros durante
las misas de mis últimos años. A los días, decidí abandonar Finanzas y estudiar
Filosofía. Huí de casa, y pasé algún tiempo trabajando en un billar en un
pueblo desconocido de Sinaloa. Nunca había trabajado, y durante esos días conocí
la explotación. También a Marx. Otro destino a priori se cruzaba en mi
ascendencia vital. Los pensamientos de Marx respondían al momento exacto de mi posición
espacio-temporal en términos no sólo materiales sino también espirituales. Luego Miller me enseñó que era capaz de trasladarme a París de
la nada, y así lo hice. No obstante, en este tiempo no volvería a Miller, mucho
menos a Marx. Pero, insisto: las enseñanzas encriptadas en esas letras fueron empáticas
con la explicación que mi vida necesitaba en esos tiempos. Encajaron. Así
me pasó con Kant, con Hegel, con Heidegger. Gracias al multiverso no llegue a
ellos por ninguna campaña de lectura, y que yo recuerde jamás les tome una fotografía
para subirlos a My Space.
Esas lecturas eran cosas fundamentales para mí,
eran todo mi cuerpo, mi respiración, mi sangre, y la voluntad entera de querer
explicarme lo invisible, mi transito metafísico, y lo que está y no está en
todas partes. Por eso, me fui a vivir a un cerro lejos de la ciudad, donde la
atmósfera y el atardecer eran la compañía suficiente para mis ocho horas
diarias de lecturas filosóficas. Eso, era el paraíso.
Las campañas de lectura no comprenden que
cada humano en este mundo tiene una temporalidad interna, y que esa curiosidad
es un tránsito existencial acorde a sus aprendizajes más esenciales, a los
aprendizajes que esa voluntad despierta cuando el tiempo ha llegado al tiempo
que tiene que llegar.
Por eso, hay humanos que leen pero no se les
nota en la carne, no se les nota en el ritmo, y mucho menos en la mirada. Tal
vez, no comprendieron nada. Tal vez, nomás leyeron porque les dijeron que tenían
que leer.
Concluyo: “El camino de los libros no es el
camino de lo absoluto”
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