Belleza escrituricida:
Las tijeras de metal rompieron todos los rumores. Los aluminios y los ajos me explicaron otra vez, esa tentación de querer aislar las verdades en la pantalla. Ese día me dilaté con la semilla de un árbol montañoso y descifré los puentes pitagóricos. Sé que ya no dormiré como animal normal. Estoy destinada a los vuelos y a la mirada excesiva. A veces, ya no quiero adivinar nada. Quiero creer que si leo a todos esos fanáticos conceptuales comprenderé el mundo por mí misma. Pero no. Ese tiempo ha quedado bastantes siglos atrás. Esta vida la estoy viviendo en un tiempo exageradamente acelerado. Una a una, las simbologías ficticias de la panadería integral fueron tomando rumbo desde aquel momento. A veces, quisiera respirar, y no adivinarte. No mirar, ni siquiera lo que usted no ve. No mirar nada. Desear la ceguera. Y el absurdo placer de publicar decenas de libros y abocetar la pseudo -sabiduría en un premio internacional. Creer que a los humanos les interesa leer. Creer que a los humanos les interesa ascender. Luego, una extraña misantropía me invade, y mejor me retiro otra vez. La luminiscencia sincroniza abstracta. Empiezo la torpe adoración de un lenguaje que no me pertenece. Quisiera creer que el éxito laboral me dará la inmortalidad. Pero no. Eso tampoco. Por eso te escribo, querida escrituricida, para expresarte el absurdo andamiaje de esa escritura vanidosa que finge sacralidad, y no dudo en decirte que este atardecer está lleno de letras en mi vientre: el I ching electrónico recomendó la espera. La espera, la espera, la espera. La espera como sabiduría digital.
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