Tengo pocas ambiciones en la vida. Una de
ellas es amanecer con el cerebro lucido y destapado, y con buen sentido del
humor. Aspirar a que en ese día cualquiera tenga instantes poéticos. Que no
tenga dolores en los hombros y tampoco estrés. Aspirar a que ese día tenga
instantes de asombro. Y después, pensar
que la humanidad entera tiene derecho a la felicidad. Que escribimos por
encontrar lo infinito-cosmogónico. Que creamos para aniquilar la identidad. No
para ganar. No para perder. No para ser un nombre importante. Que a veces no
decimos nada porque el absurdo existencialista de la mortandad nos paraliza las
células alegres. Que pensar en la muerte como algo a futuro presente en
cualquier presente. No nos impida gozar y aspirar la sencillez de una diminuta respiración.
Que la palabra superioridad e importancia no nos gangrene el espíritu. Que
nadie se violente por decir lo mejor o lo peor. Que nadie se violente para
legitimar un hecho tan ridículo como la inteligencia ocasional. La gran
inteligencia de este mundo. O peor aún: el más inteligente del mundo. El único
y la verdad. Tanta superficialidad por destacar. Tanta pérdida de tiempo. En
pocas notas: algo está vibrando mal. Que si las protestas, manifestaciones,
luchas, minorías, grupos de defensa, de toda la defensa. Tanta voz inadecuada.
Algo simple podríamos hacer: disparar frecuencias solfeggio del amor y la paz. Por treinta días todos los días por
muchos humanos. Para destapar la oxidada vanidad de aquellos que aspiran a
dominar el mundo o lo dominan. Pido un día de cero aplausos. Pido un día de la
nada. Pido la eliminación de los premios del más bonito y mejor. A lo mejor a
lo mejor. Ese mundo figurado de la inmortalidad con el nombre en un cartón de
sopa maruchan podría optar por desinfectar un poco el mundo.
Me duele la ignorancia de los aplausos y las falsas reverencias. Ah, pero qué
sucede, necesita los aplausos para funcionar. Que se niega a asumir su
mortandad en la vacua sintonía de los incrédulos cero narcisistas. Disculpe
usted si no le dije que era en exceso maravillosa. Claro, como cualquier simple
mortal. Y ahora, antes de acabar, tengo un deseo: Deseo un invierno nihilista y
amoroso. Con mis ojos puestos en mi jardín laboratorio zen de ciencia y
literatura. Con mis ojos puestos en los aviones que van y vienen y aterrizan. Y
me da igual, Moscù o Nueva York. Y me da igual casi todo. Excepto las hojitas
de los árboles que raspan mi ventana. Ahora, sólo presto atención al chocolate
abuelita, al incensario de romero, y a los mantras tibetanos. A cualquier otro
instante lucido que tengo para tirarme en el suelo y aspirar a mi instante metafísico.
A resolver la felicidad de este día. Nada más. Viva resuelta en este
micro-segundo. Nada más. Soñar.
Monday, November 26, 2012
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